Todo empieza cuando te
das cuenta de que lo que buscas no es lo que vas a encontrar. Así
de fácil.
Introduzco “Magnum
photos” en google imágenes y al instante salen mínimo 345
fotografías del arma con dicho nombre. Magnum photos, es desde 1947
una agencia internacional de fotografía gracias a un grupo de
reporteros de guerra que decidieron que ya era hora de unirse para
conseguir sus propios derechos de imagen. Desde entonces, los
fotógrafos pertenecientes a esta agencia han reflejado el hambre, la
pobreza, la guerra, las drogas, la fama, la religión, los crímenes
y muchos otros temas que forman parte del conjunto que hoy en día
llamamos sociedad, denunciando injusticias de la manera más visual y
silenciosa posible, porque a veces lo que necesitamos es un poco de
silencio para ser capaces de percibir todo aquello que sobrepasa los
límites que nosotros mismos nos imponemos. Y es que uno de los
adjetivos que define al ser humano es “selectivo”. Seleccionamos
de entre toda la realidad las cuatro o cinco cosas que consideramos
más importantes e ignoramos aquellas que son molestas, repetitivas o
imposibles de solucionar. Decidimos excavar un hueco en el vertedero
que constituye nuestro mundo y nos metemos en él cubriéndonos los
ojos para imaginar que estamos en un paraíso inigualable.
Siempre me ha gustado la
fotografía, supongo que es por esa manía individual de que todo
quede registrado, de que no se escape ningún detalle del universo,
de sentir que todo tiene su importancia. Los colores del atardecer de
Zahara, las arrugas de las manos de mi abuela, los ojos verdes de un
gato negro, la calidez de una hoguera en invierno, el olor a pan por
la mañana, la sonrisa de la persona más triste que he conocido
hasta el momento...
De pequeña pensaba que
las cosas bonitas, lo atractivo, era lo que debía ser fotografiado,
sin embargo con el tiempo he ido cambiando de opinión. Todo merece
ser recordado. A los ocho años nada cambiaba, para mí, mi madre
seguiría con ese aspecto tranquilizador y superior toda mi vida, mi
habitación siempre estaría pintada de amarillo y la moto de mi
padre seguiría siendo un objeto admirable y a la vez misterioso
para mí. Ahora todo cambia, la gente no es lo que parece, cada gesto
tiene un trasfondo, cada acción una consecuencia y la ignorancia
parece voluntaria.
A veces, me meto en
internet, abro google y escribo unas cuantas palabras al azar, acto
seguido miro las imágenes relacionadas y las observo detenidamente.
En ocasiones, lo que aparece no tiene nada que ver con lo que
realmente quería encontrar, imagino que es porque las palabras en sí
sólo nos sirven para nombrar, la diferencia está en qué
significado tenga para cada uno el objeto o pensamiento a denominar.
Y ahí es cuando vienen los problemas, cuando para mí magnum
significa imágenes y para google significa arma.
Extrapolando esto a una sociedad en la que cada persona haya decidido
sus prioridades con distintos criterios, se podría llegar a pensar
que la incapacidad de utilizar la palabra correcta para cada
situación es el origen de todos los problemas. Sin embargo, aunque
encontráramos una palabra para cada sentimiento o pensamiento (con
todos sus matices dependiendo del tipo de persona, su posición
social, edad, sexo, religión, raza, color de pelo y longitud de
pestañas) nos encontraríamos que la variedad de las opiniones es
incluso mayor que el número que se corresponde con la población
mundial existente. Es lo que suele pasar con Nene. Nada más salir de
clase me dirijo como de costumbre hacia el metro. Muchos días voy
solo, otros, me acompaña Nene, pero como vive a dos manzanas del
instituto nuestra conversación se reduce siempre a una charla de
cinco minutos que acaba en una discusión sobre cualquier tontería
por el mismo motivo que he explicado antes, la enorme incapacidad del
ser humano para usar el vocablo adecuado. Después me pongo los
auriculares y continúo. Paso el abono por el torno y me sumerjo en
una profunda reflexión conforme voy bajando las escaleras mecánicas.
A menudo trata de aquello sobre lo que he discutido con Nene, al
principio trato de encontrar la frase exacta que me dé la razón en
nuestra próxima pelea, luego me voy por las ramas y acabo trepando
por el infinito árbol que constituye mi mente. Mi mente. Qué
curioso el cerebro que no se limita a ser un órgano físico, qué
extraño hogar para las ideas.
El cuerpo humano a veces
se define como una “máquina perfecta”, una máquina que, a mi
juicio, no sólo es perfecta sino que además es única. La cosa se
complicó más cuando ya no hablábamos del cuerpo exclusivamente,
sino que el concepto de persona se introdujo de manera sigilosa en
nuestro vocabulario, entonces fue necesario diferenciar entre animal
y humano, y de forma prioritaria, reducir esa diferencia entre los
propios hombres, que se habían dedicado desde los orígenes de la
sociedad a crear grupos y estatutos que los separaban entre sí. La
cabeza ya no era únicamente un cráneo y un cerebro, existía
también aquel curioso hemisferio izquierdo al que asociaban las
cualidades artísticas de cada individuo, su imaginación e incluso
su locura. Entonces la máquina de la que hablaba ya antes,
incluiría este conjunto de cuerpo y persona, de lo sensorial y lo
abstracto, de lo demostrable y lo milagroso. La Ética demostró que
estaba por encima de todas las ciencias e impuso su tabla de
mandamientos, que se conocerían como Declaración Universal de los
Derechos Humanos. En conclusión, los humanos somos personas y por
ello, somos iguales.
La voz del metro
interrumpe mi reflexión anunciando la próxima parada. Entonces me
doy cuenta de que la canción que estoy escuchando no me gusta. La
cambio. Levanto la mirada y veo a un ejecutivo de unos 50 años,
parece serio; a su lado un chico joven, probablemente universitario
luce una riñonera y unas rastas como símbolo del tipo de vida que
lleva. Pienso que son opuestos. En ese momento vuelvo a
pensar...¿Iguales? Tal vez sí en dignidad, en derechos, pero en
opiniones, en puntos de vista no somos ni parecidos, de hecho me
apuesto lo que sea a que los llamados tópicos universales como son
el amor, la muerte o incluso la política, poco o nada se podrían
englobar en unos cuantos modelos que nos diferenciaran. Me atrevo a
decir que la globalización es una ilusión. Me atrevo a decir que no
existen visiones generales. La generalización es necesaria, y a
pesar de ello, el concepto más erróneo posible. Generalizar supone
redondear percepciones en lugar de números, para luego clasificar
todo lo que captamos. Si cada uno pudiera hacerse su ideología
particular, lo haría, y a fin de cuentas, todos en su cabeza ya la
han generado incluso sin percatarse si quiera. Y lo mejor es que
todas las ideologías, como las opiniones son reales y válidas. La
del ejecutivo y la del joven. La de todos los polos opuestos.
“Próxima parada: Las Musas” De
nuevo la voz me recuerda que la realidad no se reduce a las ideas.
Qué decepción se llevaría Platón. Salgo del tren y voy esquivando
a la gente para llegar la primera a la salida. Un guardia del metro
me para. Me pasa a menudo. Mira mi mochila y se desilusiona al
comprobar que alguien con mi aspecto no lleve nada extraño. Me da
pena, los prejuicios nos hacen presos de una cárcel construida a
base de apariencias.
Por
fin llego a casa. Miro la foto que imprimí ayer para un trabajo, se
copió dos veces y la segunda copia la coloqué en mi corcho. Es
bonita. Representa la revolución hippie, en ella se ve una
fila de soldados armados y protegidos con sus cascos y trajes
especiales y, enfrente, un grupo de personas con el pelo largo y ropa
suelta (o desnudos) y un chico que aparece colocando una flor en el
fusil de uno de los militares. Parece una metáfora: una guerra en la
que el mayor ataque es no atacar. Una guerra en la que la mayor
provocación es el amor en público, en la que lo políticamente
incorrecto para unos, es besarse, y lo más real para los otros, son
los efectos de la droga, a los que dan protagonismo con un movimiento
artístico como es la Psicodelia. Los jóvenes reivindicaban la
necesidad de ser más humano y menos tabú, reivindicaban la libertad
y creían en un mundo más justo, pero sobre todo creían en que se
podía lograr.
Me vuelvo a acordar de
Nene, del ejecutivo, del universitario, del guardia...Cada hombre y
cada mujer es un mundo. Buscamos la comprensión del resto de los
mundos individuales, pero por encima de todo buscamos que el resto
comprenda nuestra manera de ver las cosas. Artistas de todo el mundo
intentan demostrarnos que la belleza no es la misma para todos y que
las realidades en las que estamos envueltos se puede contemplar con
matices y colores diferentes dependiendo de la posición que ocupes
en el momento de su captación. Ellos intentan gritar con pintura,
con palabras o con el propio silencio. Porque en los conflictos
humanos, la visión de las cosas depende de la perspectiva y posición
que tomemos. A veces pienso que todos somos un poco artistas, porque
todos podemos expresarnos. La palabra es, desde mi punto de vista, el
gran instrumento de la revolución, y cuando hablo de revolución me
refiero a una revolución de ideas, una reivindicación de una
inteligencia que parece que se ha escondido tras una sociedad pasiva
e inmóvil. Todos somos capaces de decir algo. Somos una marea de
ideas que en conjunto forman un océano constituido por la misma
agua. Y es que somos iguales, eso es lo complejo del asunto, somos
iguales en valor, dignidad y derechos, cada uno de nuestros mundos
vale exactamente lo mismo, pero también somos artistas y nuestras
voces son diferentes. Cada uno de nosotros es un soldado que lucha
por defender sus ideas en una guerra en la que parece más sencillo
admitir una sumisión hacia el más fuerte que organizarse para
formar un ejército de creadores de un nuevo movimiento. La debilidad
del hombre se traduce en un conflicto, una guerra fría y salvaje
entre habitantes de un mismo planeta que creen luchar contra un
enemigo completamente opuesto, una guerra que empieza por la
generalización de opiniones distintas que se ofenden y que, en
consecuencia, desemboca en una lucha por la razón y el poder, una
guerra en la que se combate cuerpo a cuerpo, pero también palabra a
palabra. Una guerra que acaba con la comprensión de que detrás de
cada vocablo se esconde un juramento, un compromiso o un sentimiento
que lo convierte en único. Todo debe quedar registrado, porque todo
tiene su importancia...por eso me emociona la fotografía.